El ser más afortunado del mundo no poseía una estrella, la contemplaba. Estaba de paso y dejaba ir al sol en cada atardecer.
Cerraba los ojos y abría el corazón para transportarse. No tenía casa, él era su hogar. Tampoco tenía sueños, vivía en ellos.
El ser más afortunado del mundo no quería cambiarlo, lo amaba. En lugar de tener compasión, la daba.
Encontraba amor debajo de las piedras, arriba, a los lados y dentro de ellas. No tenía tiempo, lo presenciaba. Y en lugar de tener edad, la experimentaba.
El ser más afortunado del mundo no tenía ilusión, la hacía brillar a través de sus ojos. No aprendía lecciones, encontraba bendiciones. Extendía las manos y se entregaba como regalo.
No vivía la soledad, la acompañaba. En lugar de esperar, sembraba. Tampoco pedía, recibía agradecido las flores de la tierra, en la forma en que se le presentaran.
El ser más afortunado del mundo no tenía fortuna, la hacía surgir de él.
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