Cuando dejé de verme como un milagro, estar vivo me pareció cuestión de azar. Pasé desapercibido el funcionamiento perfecto de mi cuerpo físico, sus células y sistemas. Dejé de prestar atención a sus señales: cuando tiene hambre, cuando tiene sueño y cuando no siente tranquilidad. Comencé a respirar sin intención.
Creí que lo sabía todo, o al menos que lo podía inferir. Determiné que la vida sucedía en automático y la dejé de percibir. Comencé nada más existir. Renuncié a mi derecho Divino de forjarla, decidirla, navegarla. Empecé a creer en los errores y en las equivocaciones. Me creé la ilusión del control y, con ella, renuncié a la sabiduría de las experiencias.
Cuando dejé de percibirme como un milagro, me hice una idea cada vez menos flexible de mí. Me encerré en lo que me hacía sentir segura y cómoda y dejé de arriesgarme. También dejé de sentir. Cerré la puerta a las aventuras, la incertidumbre y la vulnerabilidad.
Dejé de ver la grandeza. Las montañas me parecieron piedras y las olas de mar, simples consecuencias. Me creí ordinaria. Dejé escapar al viento sin sentirlo rozar mi cara. Me olvidé de dejar ser a la vida y a su magia; a cambio me llené de prejuicios y desconfianza. Me creí el tiempo. Comencé a medirlo y a sentir que me lo quitaban los sucesos no planeados, los semáforos en rojo, las conversaciones no deseadas. Dejé de ver a los demás como reflejos de mí. Dejé de creer en la sincronía y en el arte de los encuentros. Dejé de agradecer. Me creí individual y muchas veces víctima. Tuve miedo y tuve prisa. Me enojé.
Cuando dejé de sentirme un milagro, me alejé del propósito de mi alma, su fuerza y sus ganas. Me olvidé de servir. Dejé de honrar mi camino y el orden perfecto que me trajo hasta aquí. Olvidé que yo lo elegí. Pero a pesar de dejar de verlo, sentirlo y creerlo, el más grande milagro es que nunca dejé de serlo. Ni yo ni una sola partícula en el universo.
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